Encontrarse enfrascado en un conflicto de posturas que supongo alimenta la clase política y sus propios intereses; representa una frustrante situación personal, que nada tiene que ver con uno mismo y creo que mucho menos con la relación que eso tiene con el paro, la crisis económica, la cesta de la compra o el sobrevivir en el día a día con lo que el sueldo, los subsidios o aquellos euros que llegan a través de conductos inconfesables, que todo el mundo sabe pero que no interesa saber, pues gracias a ello no hemos tenido una sublevación social al estilo de la revolución francesa.
Hecha la introducción, ante el dilema europeísta, españolista, catalanista, soberanista o soberano, comarcalista o defensor del país de Arán; debo manifestar que después de larguísimas reflexiones identitarias, me considero esencialmente mediterráneo.
Soy aquel descendiente de iberos, fenicios, cartagineses, árabes, romanos, vaticanos, venecianos, piratas y mercenarios; que siempre hemos vivido en guerra alrededor del mar más privilegiado, emblemático y culto del mundo. Nuestro mar y mi patria han sido protagonistas de la historia de la humanidad, todas las culturas lo han navegado, todas las sangres lo han teñido, todos los poetas le han cantado y, hoy; todavía soporta con paciencia a judíos, palestinos, libios, egipcios, sirios, turcos, católicos, musulmanes, kurdos y…….qué se yo.
Mientras, los cruceros vomitan millares de turistas en los puertos, se baila el sirtaki y se cantan habaneras y canciones napolitanas, la gente se despelota al sol, las olas se derraman en la arena mientras los mercados se hunden, en las góndolas solo montan ya japoneses y las aguas de Tripoli se tiñen de sangre libia que grita libertad sin saber muy bien su significado.
Estamos esquilmando la flora y la fauna marinas, permitiendo que nuestro atún rojo vuele al lejano oriente, y a éste paso en el mar no quedará ni un pulpo ni una gamba; y mientras todos los pueblos que habitamos su perímetro, nos matamos por etnias o religiones o estamos permanentemente a la greña por razones identitarias o históricas.
Pero a pesar de todo eso el mediterráneo todo lo aguanta y hasta sus aguas siguen siendo azules profundo, turquesas y transparentes.
Pero al margen de consideraciones política o históricas, cargadas de pasión meridional o meramente reivindicativas por costumbre secular; el ser mediterráneo conlleva implícitamente estar acostumbrado a espacios abarcables y tiempos tranquilos. El buen clima, la buena vida que nosotros podríamos definir como el buen trato humano, la disponibilidad de conversar paseando y de pronto detenerse para comentar sobre la marcha, espontáneamente y con calma, lo que ocurre y nos ocurre en cada momento; como una necesidad del cuerpo de detener el paseo y comunicar por un instante y sin alteración ni distracción alguna originada por cuanto nos rodea o por agentes físicos exteriores.
Recuerdo de niño corretear con mi abuelo y mi padre; quienes mientras paseaban, conversaban de todo y de nada en contraste con sus respectivos ajetreos y muy densas actividades profesionales. En la irrefrenable necesidad de liberar mi energía infantil, no podía entender porqué, de pronto se detenían y comentaban cualquier cosa al hilo de la conversación y, algo les impulsaba a parar, para instantes después reanudar su paseo.
Diría que hoy en día, es prácticamente imposible contemplar esa escena; quizás al contrario, la hoy cotidiana y frenética necesidad de caminar de dos personas les impide conversar por la normal alteración respiratoria y por aquella dependencia de lo que pasa a su alrededor y con cuánta gente uno se cruza. La gente no pasea, simplemente se traslada o transporta en compañía a un destino común para alcanzarlo cuanto más rápido mejor.
Simplemente con esto pretendo hacer una reflexión sobre la confusión que muchos tenemos entre placer y obligación, sosiego y estado nervioso y posiblemente la gran equivocación que representa cabalgar sobre la vida en lugar de dejarnos mansamente llevar por ella. Dicho por supuesto y sea de paso por una persona que todavía tiene energía suficiente para recorrer mucho más camino.
Digamos que, al menos, es muy satisfactorio y relajante parar por un momento la máquina física, desconectar los impulsos cerebrales y dejar que el corazón respire tranquilo mirando al mar.
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